lunes, marzo 14, 2016

Yoga entre culebras y una llanta baja.

Un fin de semana en que te vas a la playa a hacer yoga puede enseñarte muchas cosas. Bueno, la vida en cualquier momento puede darte una lección, un aprendizaje. Reafirmar algo en lo que crees, por más que las personas o el sistema traten de convencerte de lo contrario.

Llegamos temprano al lugar donde íbamos a tener una sesión de yoga, así que nos acomodamos en unos sillones en el patio. Todavía estaban terminando de decorar y ordenar ciertas cosas. 4 niños estaban sentados en los otros muebles, y fueron llamados por un adulto, por lo cual salieron corriendo. Al dejar libre el sillón más grande, me acomodé ahí. A lo que volvieron, les dije en son de broma: "ve, como se fueron, me les agarré el mueble. Ahora les toca agarrar otro". Y los niños se rieron y empezaron a sentarse cada uno en un mueble, quitando el puesto a los otros. Terminaron su juego, nos vieron y preguntaron: "¿Y qué vienen a hacer aquí?"

Los niños tienen esa hermosa capacidad de entablar amistad con cualquier persona.

Les explicamos que estábamos ahí porque íbamos a hacer yoga con más personas. 

- ¿Y qué es yoga?, preguntaron.

Los niños también tienen esa hermosa capacidad de mantenerse siempre curiosos.

Seguimos conversando y me tocó a mí preguntarles: 
- ¿Y ustedes qué hacen aquí?
- Vinimos a poner esas carpas. -Señalando al patio, donde estaban armadas dos carpas.
- ¿Y ustedes solito las pusieron?
- ¡Siii! Yo puse esa. - Me dijo uno de los niños.
- Yo puse esa otra. - Me dijo una niña.
- ¿Y ustedes? - Les pregunté a los otros niños.
- ¡Noooo! Yo puse esa. Todavía faltan poner dos más.
- Aaahhh, entonces cada uno vino a poner una carpa.
- ¡Siiiiiii!

Y así siguió la conversación. No quiero alargarla más, pero puedo resumirles que hablamos de hulas hulas, que ellos eran expertos, y que quienes ganasen el juego de no hacer caer la hula hula iba a llevarse de premio café con empanada. Que ya no eran niños, eran grandes (una tenía 6, dos tenían 7, y la mayor tenía 9). Que el yoga es algo chévere y nunca habían hecho. Y lo mejor de todo fue cuando se convirtieron en culebras. Así, sin planificarlo, se desató el juego de las culebras.

Los niños además poseen esa fantástica habilidad de crear juegos de la nada.

¿Y en qué consistía el juego? En que debajo del mueble habían culebras. ¡CULEBRAS! Y si bajaba los pies, me picaban. Yo trataba de refugiarme arriba del mueble, pero las muy bandidas también escalaban y me picaban las piernas, los brazos, la espalda. Pero por más que yo quisiera verlas y atraparlas, no las encontraba. Porque ellas se escondían. Y me levantaba para buscarlas, pero en serio no las veía. Eran muy inteligentes esas culebras.

Ellos, para despistarme, me decían a mis espaldas: "Cuuuleeeeeebraaaaaaa", y corrían a esconderse. Y si los pescaba, los hacía prisioneros a mis cosquillas.

Así jugamos hasta que la mamá los llamó, para terminar de instalar las últimas carpas. Nos tocó iniciar nuestra clase de yoga, y ellos estuvieron sentados, viéndonos a todos. Pero cada que cruzábamos miradas, me decían: "cuuuleeebraaaa".
Chío capturó esta hermosa foto.
Domingo de tarde, Chío y yo emprendemos retorno a la ciudad. Conversando de todo un poco, más de esto, menos de aquello, cuando de pronto un hueco (o cráter lunar bien puede ser) nos jodió una llanta. Oríllate, llama al seguro. Faltaba ya poco para llegar al peaje. Pero sabíamos que el auxilio iba a llegar en mínimo 45 minutos. Recién habíamos pasado a un grupo de 3 señoras y 1 señor que esperaban a que un bus se detuviese. Y por el retrovisor veía que por más que extendieran el brazo, ninguno paraba.

- Chío, ¿y si vamos donde ellos y preguntamos si nos pueden ayudar?

Nos bajamos del carro y avanzamos donde ellos. Saludamos y preguntamos si sabían cambiar una llanta. El señor dijo que sí. Les preguntamos a dónde se dirigían y dijeron que un poco más adelante. Entonces como agradecimiento, podíamos llevarlos a su destino. 

Volvimos al carro, sacamos la llanta, y oh sorpresa, no estaba la gata. ¿Y la gata? ¿Se fue con un gato? ¿Está triste y azul? ¿Qué íbamos a hacer? No pasaron ni 5 minutos y un patrullero apareció. ¡Nuestro héroe! Pero adivinen qué. Exacto. ¡Tampoco tenían gata! 

¿Y ahora? El vigilante nos ayudó a detener un carro y preguntarles si tenían gata. Y se bajó, no uno, ni dos, sino 5 hombres dispuestos a ayudar.

Aquello fue todo un operativo. El vigilante vigilando que los carros no pasaran muy cerca nuestro, debido a que estábamos cerca de una curva. Los hombres trabajando en equipo para sacar la llanta, poner piedras en las llantas traseras porque estábamos en una pequeña pendiente, pasó otro vigilante en moto para constatar que todo estuviera bajo control. Habrán sido 10, 15 minutos, y listo. Llanta cambiada. Agradecimos a todos por su valiosa ayuda, nos subimos al carro con nuestros nuevos pasajeros (sólo 3 adultos y una nena), y emprendimos el viaje de nuevo. 

En el camino nos contaron que los buses no les paran porque sólo van más adelante, y que ya llevaban media hora esperando.

Es lindo ver al universo conspirar para que las cosas se den. 

Y así este fin de semana que pasó reafirmé que no debemos nunca dejar morir a nuestro niño interior. Tiene que salir a jugar, a creer, a crear, a reír. Cuando alguien más se sentaba donde estábamos nosotras, yo le decía: "ten cuidado, aquí hay culebras, si las ves, me avisas". Al comienzo no entendían, hasta que veían a los niños debajo del mueble, riéndose. Y en plena carretera, con carros pasando a toda velocidad, confirmé la bondad del ser humano, la capacidad que tenemos para ayudarnos, colaborar entre todos. Somos capaces de buscar el beneficio mutuo, el bienestar de todos. Juntos podemos crear un mundo mejor, para nosotros, para nuestros seres queridos, para el futuro.

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