sábado, febrero 12, 2011

Quieta... quieta...

Todavía tiene el sabor de sus labios impregnado en su piel. Esa voz suave susurrando aquellas palabras que la volvían loca: "Quieta... quieta", mientras ella fingía no querer sentirlo en su interior. La agarró de las muñecas, siguiéndole el juego. Ella trataba de zafarse y él apretaba más. Dolía, de placer, de goce.

Se mordía los labios.

Aquel vaivén de caderas la mecía, entre el mundo físico y el astral. Entre lo real y lo intangible. Entre la razón y la locura. Ella se dejaba llevar, cual hoja arrancada de un árbol, danzando con el viento de la noche.

Cerraba los ojos para sentirlo mejor.

La puso contra la pared, ella obedeció, para ser penetrada desde atrás. Arqueó su espalda y sintió el agarre de su melena. Con firmeza, sin estropearla.
No iba a aguantar mucho tiempo más. 
Luego sus manos bajaron a sus senos, estrujándolos, deleitándose con sus pezones, pellizcándolos. Sus piernas empezaban a temblar.
El orgasmo estaba cerca. 
Aquellos ágiles dedos siguieron deslizándose por su vientre, rozando su cintura para detenerse en sus caderas, y posicionarse de ellas. Se asió con fuerza y empezó a empujar.
Ella ahogaba los gritos de placer.
"Duro, más duro..." pensaba.
Como si pudiera leerle la mente, él aceleró el ritmo, llevándola hasta lo más alto de la cima, y allá arriba, llegó y gritó de absoluto placer. Sublime y deliciosa contracción muscular. Espasmos involuntarios. Rodillas temblorosas.
No pudo mantenerse más de pie y se dejó caer en sus brazos. Chorreando sudor. Relamiéndose.

"Quieta... quieta..." - jamás, jamás podrá quedarse quieta con aquella bestia sedienta de carne a su lado.

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