domingo, mayo 07, 2023

Los gemidos de Pavlov.

Se dice que somos animales de costumbre. Y que en 21 días puedes crear un nuevo hábito. Nosotros necesitamos apenas uno, quizá dos, para reforzarlo. Despertarnos con la alarma, encontrarnos en la cocina y darnos los buenos días mientras uno sacaba los ingredientes para preparar el desayuno y el otro buscaba en su celular la banda sonora de la mañana, para luego, juntos, entre baile, risas, miradas cómplices y cáscara de manzana preparábamos la primera comida del día, la favorita de ambos. Luego el "niño" (con más canas y experiencias vividas) llegaba y se unía. Y así los tres compartíamos conversaciones variopintas. Siempre con risas, siempre con buena vibra.

En el tercer día (o noche, más bien), gracias a un inmovilizador e incómodo dolor de cuello, se agregó un nuevo hábito a la rutina: dormir juntos. Tu cama era más grande, la mía improvisada y pequeña. La conexión fue inmediata. Ambos estábamos (estamos) rotos y, sin darnos cuenta, al abrirnos y acercarnos en nuestra vulnerabilidad nos estábamos curando. Historias similares de fracasos, que si los vemos bien, no lo son. O debemos sacarles ese estigma que la sociedad y crianza nos han impuesto. Son decisiones necesarias que debemos tomar para seguir caminando en este sendero llamado vida. Sendero que siempre puedes modificar porque, como bien dice la frase: "caminante no hay camino, se hace camino al andar". Son aprendizajes que nos vuelven más fuertes y más sabios. Más humanos, reales y auténticos. Nos enseñaron que los fracasos son malos pero estábamos justamente en un taller donde teníamos que fracasar y disfrutar de ese estado. De esa vulnerabilidad. Sin miedo. Ay, el universo es tan lindo cuando te encaja las cosas en el momento justo.

Destendimos juntos la cama. Me acosté yo, te acostaste tú. Nos arropamos. El frío (¿sólo el frío?) hizo que nuestros cuerpos se acercaran para prodigarse calor (¿sólo calor?) y así, sin más, encajamos. Mi brazo por encima de tu pecho. Tu mano acariciando mi brazo. Mis dedos se perdían en tu cabello. Nuestras piernas se entrelazaron. Sentíamos nuestras respiraciones. Podía escuchar el latir de tu corazón. Intentamos quedarnos dormidos pero no pudimos. Cambiábamos de posición cual bailarines de contact. Siempre tocándonos. Con mucho cariño, con mucho respeto. Cuidándonos.

Así pasaron los minutos, muchos, muchos minutos, sin poder dormir. Lo sentíamos. Nos sentíamos. Queríamos acercarnos más. Yo quería besarte. Sabía que tú también. La respiración nos delataba. Pero ninguno decía nada. El temor se colaba entre los espacios que dejaban nuestras curvas. La incertidumbre se hizo presente. Pero la honestidad brotó de mi boca al susurrarte: "Es obvio que queremos besarnos". Escucharte decir "sí" me hizo sonreír y aunque estábamos en penumbras creo que te diste cuenta. "Pero tengo miedo que esto cambie esta linda dinámica que estamos creando", te dije. Y tú también temías lo mismo. Porque sabemos que hay momentos en la vida en los cuales das un paso y no hay marcha atrás. Y estábamos a punto de tomar uno. Se dieron un par más de intercambios verbales, confesiones y anhelos y nuestros labios se acercaron lentamente. Nuestras lenguas dejaron de producir vocablos para transformarse en otro tipo de sonidos. Ay, el universo es tan lindo cuando te encaja las personas en el momento justo.

Despertar al día siguiente, juntos y sonriendo fue el primer indicio de que la dinámica no iba a cambiar. Pero resulta que sí lo hizo. Cambió, para mejor. Descubrimos que compartíamos las mismas rutinas, como ser madrugadores, el gusto por retozar un rato antes de levantarnos, el ser metódicos para tender la cama, meditar. Nuestros movimientos estaban tan sincronizados que parecían ensayados. Si yo entraba al baño tú doblabas la ropa. Si tú te cepillabas los dientes yo llenaba los termos con agua. En ocasiones nos adelantábamos al pensamiento del otro. Si yo pensaba en el abrigo tú ya los tenías listos para elegir. Si tú buscabas tu morral yo ya lo tenía en la mano. Y así la dinámica se enriqueció.

Cuatro días se convirtieron en ocho. Y ocho se transformaron en diez. Días para conocernos, noches para explorarnos. Nos hicimos bien. Fuimos terapia. Confirmamos que la esperanza no debe perderse y que aunque podemos extraviarnos y ver nublado el camino debemos seguir caminando, confiando en que esa neblina se va a disipar en cualquier momento. En que volveremos a ver con claridad. Confiar en la incertidumbre. Aprender a aceptar, a soltar. Disfrutar el momento. Estamos aquí y ahora. Fueron diez días en que crecimos (y también nos hicimos chiquitos), reímos, lloramos, sentimos. Vivimos. ¡Estamos vivos!

Gracias es lo Mínimo que puedo decirte. ¿Y desearte? Bueno, eso lo dejaremos en suspenso... Sabes lo que te quiero decir, ¿no?

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